Se llamaba Joy Johnson -su nombre ya le dio la vuelta al
mundo varias veces- y este domingo corrió entera la maratón de Nueva York. Como
miles de personas más. Pero ella tenía 86 años y esta era su vigésimo quinta
vez haciendo el famoso recorrido entre Staten Island y el Central Park. Poco
antes de llegar a la meta incluso se cayó y se abrió la cara, y aun así quiso
correr hasta el final. Al día siguiente la encontraron muerta en su hotel y su
hermana dijo la verdad: que se había muerto como quiso siempre, corriendo. No
sé cómo vayan a enterrar o a despedir a la señora Johnson, pero deberían
hacerlo como lo que fue: una heroína y una sabia. Y no solo por su muerte,
corriendo hasta el final esa carrera de la que desertan tantos jóvenes
jadeantes y sanos, sino, y sobre todo, por su vida: por tener las ganas y el
temple, a los 86 años, de seguir corriendo. No conozco más datos de su
biografía, pero con ese me basta y me sobra para admirarla. La señora Johnson
tenía que ser muy importante. Como suelen serlo, por lo general, los viejos.
Sea cual sea su condición social o cultural o moral o económica. Su vida, su
suerte. Sobrevivir más tiempo imprime una sabiduría de verdad que solo los
tontos orgullosos de serlo se atreven a despreciar. Algo que pasa en nuestra
sociedad desde hace mucho y cada vez más, a causa de una creencia nefasta y ya
imposible de desterrar y desmentir: que la juventud por sí sola es una gran virtud
y una garantía de éxito; que el mundo solo es de y para los jóvenes. Lo demás
es tiempo pasado, tiempo perdido. Así ha sido más o menos siempre, y desde el
siglo XX antes de Cristo, o aun desde antes -el XXX, el XL-, los viejos ya se
quejaban de los jóvenes por jóvenes y por altaneros e impetuosos, y los jóvenes
a su vez se burlaban de los viejos por viejos y por prescindibles y achacosos.
Se trata del inevitable relevo generacional sobre el que se funda la historia:
unos van de salida y otros van llegando. Así que no me voy a meter en esa
discusión histórica que además me parece muy difícil e inasible, pero sí tengo
la intuición, y es solo eso, de que en la cultura moderna, en sus orígenes y en
su ideario, la exaltación de la juventud es mucho más importante que el aprecio
por la vejez y la experiencia. Como si valiera más el futuro que el pasado, y tal
vez sí. Hasta cuando algo sale mal, y entonces, no sé por qué, siempre siento
que detrás del desastre hay unas manos impetuosas e inexpertas. Es otra intuición,
nada más. Por eso desde hace años -desde niño- mi pasión ha sido hablar con los
mayores. Oírlos. Tuve la suerte en la vida de tener dos abuelas que me dejaron
esa herencia, sus historias, sus palabras, y hoy puedo decir con total certeza
que no había otra mejor, ningún viático más útil para ir por el mundo. Lo mismo
me pasó con varios sabios que he tenido el privilegio de oír y querer, y cuyas
conversaciones son un tesoro para mí. Hay una práctica que recomiendo siempre:
si tienen un viejo al lado, óiganlo y grábenlo. Ya mismo. Piensen, ese viejo
fue un niño alguna vez, que oyó historias de otros viejos, que fueron niños y
oyeron a otros viejos, y así hacia atrás. Sus recuerdos son el recuerdo del
mundo; una forma fascinante de conocer el pasado, de viajar en el tiempo. Toda
vejez encierra un cuento decía Cicerón. Solo cuando tenemos más pasado que
futuro tenemos futuro de verdad.
Juan Esteban Constaín
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