sábado, 7 de septiembre de 2013

¡A clase!

Se venderá todo lo imaginable y más aun. La razón fundamental es muy sencilla: "aquí todo el mundo anda descalzo”
Está a punto de comenzar un nuevo curso escolar. La vida no se detiene. Después de unas largas (aunque subjetivamente siempre resulten cortas) vacaciones, llega el momento de regresar al trabajo. La vida pone las manos en forma de amplificador de la voz y nos dice: ¡A clase! Los profesores a la enseñanza, los alumnos al aprendizaje. O, mejor, todos y todas al aprendizaje. Porque todos y todas somos durante toda la vida aprendices. Aprendices crónicos, como me gusta decir.
Ante la realidad inexorable se puede reaccionar de muy diversas formas. Unos oyen la requisitoria (¡a clase!, vamos, ¡a clase!) y se ponen en camino, felices, a encontrarse con los colegas, a emprender un nuevo proyecto lleno de ideas y de ilusiones. Otros, por el contrario, comienzan a sentir dolor de cabeza, de estómago y, sobre todo, de corazón.
Me refiero, por igual, a profesores y alumnos. Ya sé que los padres, en general, están deseando que los niños y las niñas acudan a las aulas. Las vacaciones son el periodo en el que los padres y las madres valoran más decididamente al profesorado. “Dios mío, si yo no puedo con dos, ¿cómo se las arregla esta un profesor tantas horas con veinticinco o treinta…!”. (En algunos países con cuarenta o cuarenta y cinco, qué locura).
Hay quien vive el momento como una desdicha, como una tortura, como un sufrimiento insoportable. Hay quien piensa que es una suerte tener trabajo –ese trabajo- o la oportunidad de poder estudiar.
¿De qué depende esa actitud positiva o negativa? Más que de la realidad que nos encontramos en las escuelas, de la actitud que nace del propio corazón. He leído, en el libro ”Historias que hacen bien”, de Daniel Colombo, esta interesante historia referida a Mahatma Ghandi.
Cierto día, en las horas del amanecer, Ghandi y su compañero atravesaron las puertas de una ciudad con el propósito de compartir sus enseñanzas con sus habitantes. Un seguidor del Mahatma que vivía en el lugar se acercó y le dijo apresuradamente:
- Maestro, vas a perder el tiempo y las energías. La gente acá es dura de corazón, se resiste al cambio y a escuchar las palabras de la verdad. Son estúpidos e ignorantes y no tienen el menor deseo de aprender nada. No desperdicies tu talento con ellos.
Ghandi sonrió y respondió:
- No me cabe la menor duda de que estás en lo cierto.
Unos minutos más tarde, otro seguidor suyo se acercó pacíficamente y lo saludó:
- Señor, todos los habitantes de esta afortunada ciudad te dan la más calurosa de las bienvenidas. La gente aguarda con expectativa las perlas de la sabiduría que se desprenderán de tus labios. Están ansiosos por aprender y ávidos de servirte. Sus corazones y sus almas están abiertos de par en par para escucharte.
Ghandi sonrió y respondió:
- No me cabe la menor duda de que estás en lo cierto.
Su compañero se volvió hacia él con asombro y le preguntó.
- Maestro, ¿cómo es posible que puedas estar de acuerdo con los dos hombres cuando sus afirmaciones son diametralmente opuestas? El sol y la luna nunca serán iguales…. Y el día no puede ser noche.
Ghandi, sonriendo, contestó:
- No me cabe la menor duda de que estás en lo cierto. Y considera, igualmente, que los dos hombres dijeron la verdad de acuerdo con sus propias convicciones. El primero, lamentablemente, espera ver lo malo…y es lo que ve. El segundo ve únicamente lo bueno…. Y eso es lo que ve. Ambos ven el mundo tal como esperan percibirlo.
Acabo de ver (de nuevo) la estupenda película de David Swift “Pollyanna”, por la que la entonces niña y actriz recibió un oscar a la mejor interpretación, y en ella he vuelto a escuchar aquel célebre pensamiento de Abrahan Lincoln: “Si buscas el mal en la humanidad esperando encontrarlo, seguro que lo encontrarás”. Y lo mismo podría decirse a la inversa: si esperas encontrar la bondad, la encontrarás.
En dicha película se habla de un juego que practica la pequeña huérfana. El juego del “yo me alegro”. Pone ella el ejemplo de una demanda que hizo para ella su padre: pidió una muñeca por la que la niña suspiraba. Hubo un lamentable error en el envío. Lo que llegó a casa fue un par de muletas. ¿De qué se podrían alegrar? Y la niña responde con ingenio: de no tener la necesidad de usarlas.
Con el mismo Ministro de Educación, el mismo Consejero o Consejera de Educación de la Comunidad, el mismo Delegado de Educación, el mismo Inspector, el mismo Director, los mismos compañeros, similares condiciones, el mismo salario y parecidos alumnos habrá profesores ilusionados y profesores asqueados de serlo.
Esta diferente actitud va a repercutir de manera indudable sobre la tarea que se realiza con los alumnos y alumnas. No es lo mismo aprender con un profesor ilusionado que un mercenario maldiciente. Pero, sobre todo, va a tener consecuencias en la vivencia de los profesionales, en cómo se siente cada uno en el trabajo.
Alguna vez he contado la historia de dos empresas japonesas de calzado. Ambas mandan a sendos representantes para realizar un estudio de mercado a la misma zona de África. Después de hacer las pesquisas pertinentes, uno de los delegados manda a su empresa un informe que concluye diciendo: “En definitiva, el futuro de la venta de calzado en esta zona es sumamente desalentador. No se vendrá ni un par de zapatos en muchos años. La razón fundamental es muy sencilla: aquí todo el mundo anda descalzo”.
El otro, desde el mismo lugar, manda a su empresa un informe que concluye de la siguiente manera: “En resumen, el futuro de la venta de calzado en esta zona no puede ser más prometedor. Se venderá todo lo imaginable y más aun. La razón fundamental es muy sencilla: aquí todo el mundo anda descalzo”.
Lo cual tiene que ver con la actitud desde la que se analiza la realidad más que con la realidad misma. Y tiene también que ver con la forma de verse a uno mismo. El primer informante considera poco menos que imposible persuadir a alguien que siempre ha caminado descalzo de que resultará muy cómodo y placentero calzarse unos zapatos. El otro considera que es sumamente fácil convencer a alguien que va descalzo de que es más rentable comprar unos zapatos que fabricar una alfombra de tamaño universal.
Eso es lo que sucede ante un grupo de nuevos alumnos. Un profesor piensa que será imposible que aprendan nada relevante y significativo dada su actitud de pereza y de desdén. Otro considera que es muy fácil conseguir que se entusiasmen ante la maravilla que supone hacerse con las herramientas que les permiten entender la vida y el mundo.
Esta actitud positiva no tiene que ver con la ingenuidad o la estupidez. No entraña la renuncia al realismo y al rigor en el análisis. Tampoco significa conformismo ante las limitaciones, los recortes, las carencias o los errores en el gobierno de la educación. Se trata de una actitud inteligente que nos permite ser felices y hacer felices a los demás. A eso debemos ir. A eso vamos. Feliz curso.

Miguel Ángel Santos Guerra