domingo, 10 de noviembre de 2013

DIVINO TESORO

Se llamaba Joy Johnson -su nombre ya le dio la vuelta al mundo varias veces- y este domingo corrió entera la maratón de Nueva York. Como miles de personas más. Pero ella tenía 86 años y esta era su vigésimo quinta vez haciendo el famoso recorrido entre Staten Island y el Central Park. Poco antes de llegar a la meta incluso se cayó y se abrió la cara, y aun así quiso correr hasta el final. Al día siguiente la encontraron muerta en su hotel y su hermana dijo la verdad: que se había muerto como quiso siempre, corriendo. No sé cómo vayan a enterrar o a despedir a la señora Johnson, pero deberían hacerlo como lo que fue: una heroína y una sabia. Y no solo por su muerte, corriendo hasta el final esa carrera de la que desertan tantos jóvenes jadeantes y sanos, sino, y sobre todo, por su vida: por tener las ganas y el temple, a los 86 años, de seguir corriendo. No conozco más datos de su biografía, pero con ese me basta y me sobra para admirarla. La señora Johnson tenía que ser muy importante. Como suelen serlo, por lo general, los viejos. Sea cual sea su condición social o cultural o moral o económica. Su vida, su suerte. Sobrevivir más tiempo imprime una sabiduría de verdad que solo los tontos orgullosos de serlo se atreven a despreciar. Algo que pasa en nuestra sociedad desde hace mucho y cada vez más, a causa de una creencia nefasta y ya imposible de desterrar y desmentir: que la juventud por sí sola es una gran virtud y una garantía de éxito; que el mundo solo es de y para los jóvenes. Lo demás es tiempo pasado, tiempo perdido. Así ha sido más o menos siempre, y desde el siglo XX antes de Cristo, o aun desde antes -el XXX, el XL-, los viejos ya se quejaban de los jóvenes por jóvenes y por altaneros e impetuosos, y los jóvenes a su vez se burlaban de los viejos por viejos y por prescindibles y achacosos. Se trata del inevitable relevo generacional sobre el que se funda la historia: unos van de salida y otros van llegando. Así que no me voy a meter en esa discusión histórica que además me parece muy difícil e inasible, pero sí tengo la intuición, y es solo eso, de que en la cultura moderna, en sus orígenes y en su ideario, la exaltación de la juventud es mucho más importante que el aprecio por la vejez y la experiencia. Como si valiera más el futuro que el pasado, y tal vez sí. Hasta cuando algo sale mal, y entonces, no sé por qué, siempre siento que detrás del desastre hay unas manos impetuosas e inexpertas. Es otra intuición, nada más. Por eso desde hace años -desde niño- mi pasión ha sido hablar con los mayores. Oírlos. Tuve la suerte en la vida de tener dos abuelas que me dejaron esa herencia, sus historias, sus palabras, y hoy puedo decir con total certeza que no había otra mejor, ningún viático más útil para ir por el mundo. Lo mismo me pasó con varios sabios que he tenido el privilegio de oír y querer, y cuyas conversaciones son un tesoro para mí. Hay una práctica que recomiendo siempre: si tienen un viejo al lado, óiganlo y grábenlo. Ya mismo. Piensen, ese viejo fue un niño alguna vez, que oyó historias de otros viejos, que fueron niños y oyeron a otros viejos, y así hacia atrás. Sus recuerdos son el recuerdo del mundo; una forma fascinante de conocer el pasado, de viajar en el tiempo. Toda vejez encierra un cuento decía Cicerón. Solo cuando tenemos más pasado que futuro tenemos futuro de verdad.
Juan Esteban Constaín